“Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien. Y atardeció y amaneció: día sexto”
Gen 2, 31
“Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: «Esos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde vienen?» Yo contesté: «Señor, tú lo sabes.» El Anciano me replicó: «Esos son los que vienen de la gran persecución; han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios y le sirven día y noche en su templo; el que está sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos; ya no sufrirán más hambre ni sed ni se verán agobiados por el sol ni por viento abrasador alguno, porque el Cordero que está junto al trono será su pastor y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida; y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos”
Ap 7, 13-17
Quien se acerca a la Cripta aprecia en su materialidad una actitud inclusiva. Pretende extender sus brazos para acoger en sí lo que le rodea: piedras, materiales variados, árboles, accidentes del paisaje, menudencias de la topografía… Es posible apreciar en la Cripta Güell una mirada amorosa a la materia. Una mirada ingenua, o quizás simplemente limpia, que hace ver en las cosas su dignidad. Dignas son las piedras, dignos los árboles, dignos los ladrillos y la colina. En virtud de esa dignidad son mirados con cariño y admitidos a formar parte de la materialidad de la obra. Ahora bien ¿de dónde les viene? La respuesta que da Gaudí es inequívoca: de su origen. Toda materia salió de las manos del Creador y por lo tanto toda es igualmente digna. El barro tanto como el oro. En su mirada al lugar y en la elección de los materiales, Gaudí proyecta una mirada enamorada que acoge la materia como un don divino. Por eso intentará utilizarla lo más directamente posible y con la mínima intervención sobre ella.
“Pedro Viñas Milá (1896-1973) era en 1911 un muchacho, aprendiz de picapedrero y carpintero (…). Sentía el chico una gran admiración por Gaudí y pareció mostrarse muy preocupado por la forma de las nuevas columnas, aunque, por prudencia, no hizo comentario alguno.
Gaudí con su penetrante mirada azul, se apercibió del desconcierto del chico y le preguntó si le gustaba lo hecho. El aprendiz, sofocado, contestó: Sí, don Antonio, me entusiasma. Yo no he visto en ninguna parte lo que veo aquí, aunque el modo de devastar las columnas es un tanto extraño. Entonces Gaudí, dirigiéndose a Berenguer, dijo: ¿Qué te parece, Francisco?, otro que, a pesar de no decirlo directamente, parece que tampoco le gustan las columnas. Aunque hay un atenuante a su favor, a él le intriga saber por qué a mí me gusta. Y por esto me siento obligado a responder. Y dirigiéndose al muchacho le dijo: Tú, Pedro, eres joven y seguramente todavía no has leído la Biblia, y aun menos el Antiguo Testamento. Pues bien, el día que lo leas verás que Dios ordenó a Moisés desde la zarza ardiendo que, cuando levantara un templo de piedra para Él, no la profanase labrándola, sino que la colocara tal como sale de la cantera”.[1]
Además del amor por la materia creada Gaudí muestra predilección, especialmente en esta obra, por utilizar materiales imperfectos, muchos de ellos de deshecho o ya gastados, utilizados para otros fines. Mampostería y columnas de bloques de piedra sin desbastar, ladrillos quemados o rotos, escoria, agujas gastadas de los telares de las fábricas textiles de la colonia, azulejos quebrados… ¿por qué elige Gaudí estos materiales? Porque son materiales cargados de un contenido muy preciso; están cargados de memoria. Porque llevan en su carne las huellas del trabajo y de la producción. Ellos mismos han sufrido y contienen la memoria de ese sufrimiento que, no lo olvidemos, es sufrimiento humano. El ladrillo quemado o deforme nos habla, casi mostrándolo, del sudor de quien lo ha realizado, de quien ha padecido el calor o el frío, arrancando la arcilla de la tierra, acarreándola a la fábrica e introduciéndola en los ardientes hornos. Y lo hace de manera mucho más elocuente que un ladrillo perfecto, pulcro, recién acabado. Ese ladrillo no es sólo metáfora del padecimiento y la imperfección humana. La demuestra. De modo similar al de una cicatriz, que no es metáfora de una herida sino huella, memoria y demostración de ella. Ese ladrillo está marcado por el sacrificio y la imperfección.
Cuando Gaudí elige materiales imperfectos lo hace porque aúnan en sí la dignidad primigenia de toda materia, salida de las manos de Dios y siempre presente y, al mismo tiempo, la marca del trabajo, el sufrimiento y el defecto: los signos de una naturaleza caída.
Gaudí actúa como Dios en su amor por su criatura caída y pretende redimir a estos materiales en lo que tienen de materia creada y degradada y en lo que tienen de humano. Puesto que son huellas del hombre, la más digna materia creada por Dios, materia y alma, la redención de estos materiales aspira a conseguir la redención de la materia, pero sobre todo la redención del hombre que ha dejado en ella la huella de su sufrimiento.
Ahora bien la pregunta que nos asalta enseguida es la siguiente: ¿Quién redime? ¿Es el arquitecto capaz de redimir? La respuesta es clara. No. Él mismo comparte la condición de naturaleza caída. Sería iluso por su parte pretender redimir algo mediante su propio trabajo, que también está necesitado de redención. Sin embargo la materia, la naturaleza y el hombre son vistos por el arquitecto con una mirada enamorada y cargada de solicitud. Esta mirada que atribuimos a Gaudí tiene su origen en otra, de la que es imagen y extensión: la mirada de Dios, que mira el mundo con amor. Gaudí mira el mundo como lo mira Dios.
Del mismo modo que la mirada de Gaudí hacia el mundo no pretende ser otra que la de Dios, la redención que busca no puede ser otra: Dios es el único que redime. En última instancia Gaudí no pretende otra cosa que propiciar que el mismo Dios actúe. Por ese motivo los materiales son dispuestos concienzudamente según unas reglas precisas extraídas de la misma Creación. Que una cuerda sujeta en los extremos y dejada colgar a su peso trabaje a tracción pura y su inversa, el arco catenario, trabaje a compresión pura es una ley que Dios ha impuesto en la naturaleza y que Gaudí comprende y aprovecha. Es Él el que ha dado su estructura a las cosas. Es el Logos del que nos habla el evangelista san Juan el que ha impreso en la materia su escritura cifrada y sus leyes de funcionamiento. Gaudí no pretende sino dejar obrar las leyes que Dios ha impuesto. Es en este sentido en el que hay que entender su conocida aserción sobre la originalidad.
“Dios continúa la creación por medio del hombre. El artista –el trabajador– no ha de considerarse un creador, sino un humilde continuador de la obra del gran Arquitecto. No se trata de copiar superficialmente las formas o los colores. Los copistas no colaboran. Se trata de colaborar con Dios acercándose cada vez más a su inteligencia y a su Amor. Por eso la originalidad del buen artista consiste en volver al origen, en retornar a las soluciones divinas. Es muy bueno, por tanto, que el artista busque la iluminación de la auténtica y original Belleza creadora. Con nuestro trabajo colaboramos con Dios, continuando la obra divina de la creación”[2]
El origen del que nos habla Gaudí no es otro que la acción creadora del Todopoderoso, que hizo de la nada la materia y sus leyes. El artista no puede inventar nada. Sólo mirar, descifrar, aprender y emplear.
La cripta Güell se nos presenta entonces como una obra con un tremendo contenido litúrgico. Esta es su principal dimensión. Y esto es así no simplemente porque sea un espacio destinado a realizar actos litúrgicos. De hecho, la liturgia católica es una realidad de naturaleza tal que reviste de sacralidad cualquier espacio. La Cripta Güell es litúrgica por aspirar a realizar de otro modo, y en distinto grado, por supuesto, lo mismo que realiza la liturgia propiamente dicha de modo completo. En ella el mundo creado por Dios en un desbordamiento de amor es redimido por la sangre de Cristo y devuelto al Padre. De manera que puede sintetizarse en un movimiento de ida y vuelta. Lo que salió de Dios por el amor vuelve a Él y es Él mismo el que, por amor, lo rescata. Este movimiento de origen y llegada se repite en cada eucaristía, que es como una ventana, una rotura en el tejido de nuestro tiempo, que nos asoma hacia la eternidad, revelando el sentido profundo de toda la historia. Alfa y omega, principio y fin.
La Cripta comparte este movimiento temporal en el que la materia atribulada es mirada con amor y vuelta a organizar según las leyes divinas de tal manera que deja de ser desecho y caos y pasa a formar parte de una nueva construcción: un anticipo de los cielos nuevos y la tierra nueva.
“Sus contemporáneos vieron en ella [en la maqueta de la Iglesia de la Colonia Güell] la culminación de una arquitectura que perseguía una síntesis no formal, sino sagrada, que no pretendía presentarse como imitación o reflejo de la Creación, sino ser la Creación misma”.[3]
Quizá esta afirmación no es del todo correcta. La obra no pretende ser la Creación, como recién salida de las manos del Creador. Pretende ser la Jerusalén Celestial, los cielos nuevos y la tierra nueva, el reino de Dios.
Del mismo modo que la Cripta no se limita a proporcionar un mero espacio en el que se pueda celebrar la liturgia, tampoco se limita a representarla. La Cripta es una oración en la que es ofrecida a Dios la creación entera, “que gime hasta el presente y sufre dolores de parto”[4]. De esta manera, la concepción, la construcción y la contemplación de la iglesia realizan a su manera una liturgia redentora. De manera menos perfecta que en la liturgia propiamente dicha, pero real.
Cuando Gaudí afirma que la cripta Güell fue lugar de experimentación para la futura construcción de la Sagrada Familia hay que entenderlo también de esta manera. Esta misma liturgia, posteriormente ampliada y profundizada, es la base del trabajo que realizará Gaudí años más tarde en el templo barcelonés.
Aun hay algo más. Sabemos que la cripta es parte de un proyecto mayor. En efecto, sobre la cripta estaba prevista la construcción de una iglesia dedicada al Calvario en la que se recordase la muerte de Cristo. La cripta a su vez era una especie de reproducción del Santo Sepulcro. Sin entrar en simbolismos, quien visita la cripta no deja de percibir una espacialidad del mismo tipo que la que se experimenta en las cuevas. La materia es la protagonista de un espacio en el que un bosque de columnas sostiene un techo abovedado lleno de costillas cerámicas. La luz que nos llega entre las columnas no deja de ser escasa y todo está sumido en una penumbra rota de vez en cuando por la aparición de una vidriera que se asoma de improviso entre las columnas.
De entre todas las columnas que vemos destacan cuatro que conforman una especie de edículo, de rectángulo ligeramente deformado que marca una especie de centro. No corresponde con el presbiterio ni hay bancos en él. Conforma una especie de cuadrángulo que simplemente está vacío. Estas cuatro columnas son de piedra basáltica en bloques sin desbastar, de modo que un bloque hace las veces de basa, otro las de fuste y otro las veces de capitel. Las tres piezas están unidas por planchas de plomo y no son verticales sino que están inclinadas con el objeto de recoger y acomodar las cargas que debían bajarles desde la parte superior, formando el arranque de los arcos catenarios que subirían hasta formar las bóvedas de la iglesia superior.
Al deambular por la parte más exterior de la nave las columnas cerámicas están dispuestas de tal modo que nos tapan siempre en parte el edículo central. Es difícil ver las cuatro columnas de basalto a la vez y lo normal es percibirlas de manera separada: ahora dos, ahora tres, pocas veces las cuatro. Es difícil percibir también la simetría que subyace en la planta desde fuera del eje porque, en realidad, no hay exactamente las mismas columnas a un lado y otro. Además las que se repiten sufren variaciones en su posición, inclinación y materialidad. En definitiva deambular por el interior de la cripta es como caminar por un bosque en el que unos troncos tapan a otros y en el que es difícil encontrar un centro.
Cuando después de un rato deambulando nos colocamos por fin delante del altar, en el interior del edículo, entre las cuatro columnas de basalto, ocurre algo sorprendente. De pronto todas las vidrieras que hasta ahora se nos habían ido ocultando detrás de las columnas son visibles, todas a la vez y de un solo golpe. Nos rodean y lanzan hacia nosotros su luz. Una luz casi cegadora. Al menos esa es su vocación. Cada vidriera lleva en sí el motivo de una cruz de color claro que aparece como una explosión sobre un fondo oscuro. Hasta trece vidrieras nos luminan a la vez en un espacio que hasta ahora habíamos experimentado como fragmentario e inabarcable. El lugar principal de la cripta es por tanto un espacio vacío, entre cuatro pilares de basalto, transido de luz que llega desde todas partes. Una cueva vacía y rota. Por la luz.
Entendemos que ese lugar, el más importante de la iglesia, que en algún momento estuvo ocupado y ahora está transido de luz es una invitación. Ahora somos nosotros los que ocupamos ese espacio y la luz que rompe este Sepulcro no es otra que la luz de la Resurrección. Es precisamente en esa resurrección que sucede a la muerte en la que se realiza la redención que hemos intentado explicar más arriba.
Toda la trama que se ha ido percibiendo acaba cobrando sentido y solución en el momento único, central y redentor del edículo vacío transido de luz. De la resurrección.
En el fondo, nosotros, visitantes imperfectos, hombres caídos, que nos vemos representados en los muros de escoria y ladrillo quemado, somos redimidos definitivamente, como lo es la materia por la acción de Logos, en el momento luminoso y rompedor de la Resurrección.
Si bien podríamos pensar que es una lástima que no se llegase a construir toda la iglesia de la colonia Güell, nos queda el consuelo de que, al menos desde este punto de vista, se construyó el momento culminante.
Bibliografía.
Alcalá, Cesar y Barraycoa, Javier, “Antonio Gaudí. Homenaje en su 150 aniversario”, en Revista Arbil, anotaciones de pensamiento y crítica [en línea], nº 65, Zaragoza, disponible en http://www.arbil.org/(65)etxa.htm [consulta: 19 de julio de 2012]
Arellano, Ignacio y Anchel, Constantino, En torno a la edición crítica de Camino: análisis y reflexiones, MADRID, RIALP, 2003.
Lahuerta, Juan José, “Gaudí en mil palabras”, en Arquitectura Viva, nº86, 2002.
[1] Anécdota citada en Alcalá, Cesar y Barraycoa, Javier, “Antonio Gaudí. Homenaje en su 150 aniversario”, en Revista Arbil, anotaciones de pensamiento y crítica [en línea], nº 65, Zaragoza, disponible en <http://www.arbil.org/(65)etxa.htm> [consulta: 19 de julio de 2012]
[2] Gaudí, Antonio, citado por Martí Bonet, Josep Maria en Arellano, Ignacio y Anchel, Constantino, En torno a la edición crítica de Camino: análisis y reflexiones. Madrid, RIALP, 2003, p. 73.
[3] Lahuerta, Juan José, “Gaudí en mil palabras”, en Arquitectura Viva, nº86, 2002, p.80.
[4] Rm 8, 22.
Publicado en Circuito de Arquitectura, nº 9, primavera 2013, p. 14.
http://circuitodearquitectura.org/revista/2013/primavera/swf/index.html